miércoles, 30 de diciembre de 2009

Excelente documental sobre el Reencuentro entre dos ex soldados combatientes: Miguel Savage y Roberto Maldonado

http://www.canaldoceblog.com.ar/index.php?option=com_content&task=view&id=1297&Itemid=42

martes, 29 de diciembre de 2009

La carta del Teniente David Tinker a su esposa, escrita a bordo de la fragata Glamorgan antes de recibir el ataque de un misil Exocet.

CITADO POR JUAN PABLO LERONDE
David Tinker - Ingleses que vieron la verdad

David Tinker - 25 años: muerto en el HMS Glamorgan el 12 de junio de 1982 por un misil Exocet MM-38 argentino



Su carta:

Querida Christine:

Es muy fácil comprender cómo se ha desatado la guerra: nuestra primera ministra se imaginó que era Churchill desafiando a Hitler, y la Marina la apoyó para obtener publicidad y popularidad rápidamente. Estoy seguro de que de esta destrucción sólo se beneficiarán Mrs. Tacher y los fabricantes de armas.

Lo que más me apena es que no hay causa para esta guerra, y si somos honestos, los argentinos son mucho más patriotas con respecto a las Malvinas que nosotros con las Falklands. Y lo que la primera ministra no comprende, es que los argentinos creen firmemente que las Malvinas son de ellos.

Han enviado contra nosotros pilotos en misiones suicidas, en viajes sin regreso, porque estamos fuera de su alcance, y eso que ellos no tienen helicópteros de rescate en el mar para recuperar después a los pilotos.

Los pilotos argentinos enfrentan cada día misiles antiaéreos de aplastante superioridad.

Realmente, la valentía de esos hombres demuestra que tienen mucho más que un tibio interés en estas islas.

Considerando la tragedia, la angustia, y el horror de las vidas perdidas, que han sido sacrificadas de buena gana por los políticos para tapar la ineptitud y necedad de su gobierno, considerando además los resultados en dolor, pérdidas económicas y pérdidas de buques para Gran Bretaña, me parece a mí que esta es la guerra más inútil que Gran Bretaña ha hecho en toda su historia.

Espero que todo esto termine pronto... Creo que los argentinos ya han demostrado honorablemente su valentía.

David Tinker a su mujer, durante la guerra de las Malvinas; días después moriría en combate.

Saludos, JPL.

http://ar.geocities.com/prensa_independiente6/A-4oct_2001.htm




Mi facebook ( donde tengo muchas fotos más de Malvinas ):

http://www.facebook.com/people/Juan-Pablo-Leronde/100000031826670?ref=search
Comentario del libro:

\"David Tinker era un joven marino inglés, de sólo veinticinco años de edad. Dueño de una cultura clásica, era profundamente inteligente y sensible. Escribía versos desde su infancia. Se encontraba a bordo del Glamorgan cuando fue enviado a combatir en las islas Malvinas. Desde allí escribió a su joven mujer, Christine, a sus padres y a sus amigos. Sus cartas contienen agudas reflexiones, expresadas con la sinceridad de la juventud. Como el poeta Yeats, no odiaba a quienes combatía. Antes bien, fue comprendiendo y reconociendo la injusticia de la guerra que se libraba \"por un principio entre dos dictaduras\", según su severo juicio crítico. El 12 de junio el último Exocet, disparado desde tierra, hizo blanco en el Glamorgan. Tinker perdió la vida, pero sus cartas siguieron llegando a Inglaterra. Hugh Tinker, padre de David, ha recopilado con cariño las cartas de su hijo. Constituyen un patético mensaje, un testimonio único, abonado por la trágica muerte del autor. Sus reflexiones perdurarán tanto como el recuerdo mismo de la guerra\".

domingo, 27 de diciembre de 2009

Enlace a un blog afín a nuestra temática.

http://fuimosmovilizados.blogspot.com/2009/01/fuimos-movilizados-13.html

miércoles, 16 de diciembre de 2009

CAPÍTULO III

El trío peregrina por las calles en las que la luz del atardecer se extingue en su trayecto hacia la noche fría de otoño. Tres personajes aislados, ataviados con un manto de indolencia que los preserva de la indiferencia que perciben en el entramado social que los contiene. Poseen rituales que han ido erigiendo paulatinamente, a cuentagotas, rasgando cautelosos un retraimiento persistente. Son pequeñas liturgias que han ido instaurando en su retomada ligadura reservada con un universo aún hostil.
- Esta ciudad te ofende a cada paso, son todos zombies, están cada uno en sus cosas, cada quien metido en lo suyo, y nosotros somos como fantasmas, que no existimos antes, y menos ahora –dice Gerardo, el flaco Testa, los ojos vidriosos, irritados, las ojeras más pronunciadas que cuando se sentaron ocupando la esquina, en el bar de Lanús, ese lugar que los tiene de habitués.
- La verdad es que no quiero volver a ese tema, ya me empieza a dar igual –la intervención de Julián se monta sobre las palabras del flaco como dando por sentado que la recurrencia en volver a la cuestión de las Islas fuera una cosa que el flaco no puede dominar. Percibe que el silencio de Gustavo sostiene la posición consonante con el olvido, que el flaco siempre se empeña en quebrar- además, fijate que caemos en ese tema cuando escabiamos en esta puta esquina. Escarbiar con ustedes dos unas cervezas me cabe totalmente, pero volver a la temática del pasado cada vez me va menos.
Las palabras de Julián están impulsadas tanto por la cerveza que los tres han bebido -lo que los motiva a hablar, desinhibidos- como por un verdadero sentimiento de obstinada resignación, que choca con la constante alusión, por parte del flaco, a la guerra que los tres vivieron juntos.
- ¿Y en qué quedó todo ese tema que siempre charlábamos allá, en las noches en que nos quedábamos en vela, distrayéndonos de los cañonazos del “lechero”, en que decíamos que cuando terminara todo y volviéramos, nos íbamos a reunir, juntos de nuevo, para recordar, para ayudarnos entre todos, para comer asados, boludeces. De eso no quedó nada, sólo nosotros tres, que nos vemos para comernos una pizza y tomarnos unas birras o para ir a ver a Temperley – han comido una pizza y han tomado cinco cervezas entre los tres, puntillosamente ecuánimes en el cálculo de cuanto les toca a cada uno; en el haber del grupo está, también, el ser irregulares seguidores de Temperley, club del que el flaco es hincha, y del que sus dos amigos, infrecuentes aficionados al fútbol, se han vuelto acólitos- . Pero somos como parias, nadie nos da bola. Ni siquiera a los que quedaron hechos bosta alguien los considera.
- Yo creo que nunca nadie nos va a prestar atención por lo de la guerra –dice Julián, jugueteando con su jarra de vidrio grueso y barato, sobre la mesa de plástico de la pizzería de barrio, allí en Lanús-.
Se congregan en aquella esquina, donde cada tanto, quizás con la frecuencia de un mes y medio entre una reunión y otra. Alternan los encuentros con la concurrencia a algún desvencijado estadio de fútbol de la divisional “C”, en la que milita el club de los amores del Flaco, que congrega a esos tres ex – soldados y los ve dar cuenta de varios litros de cerveza rubia, Bieckert, en lo posible -por lo áspera y por lo barata, dice el flaco y en ello cifra su anodina preferencia-.
- Además, éste es un país –continúa Julián, con una leve pronunciación alcohólica- que no se si te ofende como vos decís, pero sí que funciona tapando su destino, borrando la historia de su gente, como anestesiándose a sí mismo. Será porque las cosas que hace la gente en este país nunca están bien hechas, o porque se hacen como se hizo la guerra, improvisadas, como tirándose un lance, a ver qué sale.
Las palabras de ese hombre joven están dichas como si él mismo se pusiera, en cierta medida, por fuera de aquellos acerca de quienes habla, como esbozando un diagnóstico elemental, sin recursos sociológicos, pero desde una distancia tal como la que pondría ante el objeto de estudio un sujeto investigador, que se visualiza a sí mismo por fuera de esa realidad que ausculta, tenuemente beodo.
- Y la mayoría de las veces sale una cagada –dice Gustavo, recostado en su silla de plástico, con el chopp de cerveza entre las dos manos, a medio vaciar. Yo también soy partidario de olvidarse, flaco.
- Si, ya los veo a los dos, dos conformistas –dice el Flaco sin ocultar que el alcohol lo ha herido, quizás tanto como a sus compañeros, pero sin hacerlo disimular el hecho, por el contrario, acentuándolo levemente-, la verdad es que ustedes son el resultado de una generación que está hecha para ser carne de cañón. Somos, pero yo es como que no me resigno, viejo. A mí me van a tener que mirar a los ojos y me van a tener que decir que se cagan en mí y en lo que hice. Porque la verdad es que me tiene podrido no saber qué fuimos a hacer a las Islas. Sí sé lo que hicimos, sé cómo nos cagaron a bombazos y a tiros, como nos humillaron y nos mataron. Sé los cargadores de FAL que vacié tirándoles a los ingleses. Sé bien cómo lo mataron a Alfredo, lo vi con mis propios ojos. Los vi muertos a Guillo, al colorado, al subteniente Naldi, que tiraba a pecho descubierto contra los ingleses, instándolos a seguir atacando, con los huevos que no habían visto en otro oficial, hasta que se escuchó sordo el proyectil que lo partió al medio y lo sepultó en su pozo de zorro su cuerpo abierto de pies y brazos. Pero no sé, y quiero que me lo digan en la cara, qué fuimos a hacer.
- Ya está, ya fue, Flaco –dice Gustavo- nunca nadie te va a dar una respuesta de ésas.
- No sé –dice el Flaco-, mirá que esa vez que fuimos a La Plata, ahí en la cancha de Gimnasia, ahí es como que nos sentimos todos unidos, reclamándoles a los milicos. Y qué hermosa sensación aquella vez, quizás por noviembre del `82, en que iba a ser uno de los primeros actos de reconocimiento, rompiendo el manto de secreto a que esos mismos milicos nos habían obligado. Una entrega de medallas, para todos los ex colimbas, que empezaban a llamarse a sí mismos ex-combatientes. Por primera vez nos veíamos las caras, incluso reconociéndonos con los que eran de otras unidades, el habernos visto en la concentración después de la rendición, en el aeropuerto. Estuvo buenísimo, fue como sentirme vivo de nuevo, cantándoles toda la tribuna, todos a un mismo salto, como si fuéramos una hinchada caliente, la hinchada del “gasolero” -como le dicen sus hinchas al club de su amores, el de la celesta camiseta, toda vez que, al igual que un motor diesel, comienza frío los partidos, y va tomando temperatura con los minutos, que es cuando encuentra su mejor performance-, que le canta la barra enemiga. ¿Te acordás? Se va a acabar, se va a acabar, la dictadura militar. Y los milicos nos habían convocado para darnos una medalla de reconocimiento, juntando otra vez a los corderitos para mostrarles que les importaba un rábano, pero que, de magnánimos, nos entregaban un presente por el viaje y estadía en el país de nunca jamás, total, siguen siendo unos “pendejos” y los podemos llevar y traer de las narices. Pero se les volvió en contra a los pelotudos. Se les retobaron unos cuantos corderitos. Y el general ése, ¡qué boludo! Quería que se lo tragara la tierra. Y el sentimiento fue de alegría colectiva, de contención por compartir el momento de comunión insubordinada, justo delante de los milicos que nos habían organizado el acto para la entrega de medallas.
El Flaco se compenetra en su recuerdo entrelazado al relato que va fluyendo desde su voz, que reconstruye la espontánea gesta. Como si los cánticos surgieran de una voluntad colectiva, que los prendaba a todos de un ánimo de efervescencia en el cual el enemigo está claro, y está enfrente, allí abajo, de uniforme, tan claro como que eso que los une es como una hermandad que los hace potentes, que los fortalece y los dignifica, arrastrándolos lejos de la derrota que tienen metida en las venas, como si fuera lepra, carcomiéndolos. Y justo se viene a insubordinar la tropa, a la que antes habían encorsetado en la abstención de toda palabra sobre la guerra, en una ola de pulcra desmalvinización, compartida por los militares y por el status quo de políticos gobernantes.
Y después, yo creo –continuó el Flaco- que alguien empezó a organizarse, pero nosotros nos abrimos. ¿Y qué hacemos? A lo sumo nos juntamos a tomar cerveza, o me acompañan los dos a vera al “cele”. Pero de ahí a decir que ya está todo jugado, no me parece.
- Lo que yo veo –interviene cansinamente Julián- y lo siento desde que tengo uso de razón, es que aquí nosotros fuimos una vez más una suerte de experimento. Acá cualquiera que tiene poder, y luchan todos salvajemente por tenerlo, se cree habilitado para ensayar su propia receta de desastres con la gente. Cada uno ensaya su experimento privado, su demencia hecha plan de rescate del país. Pero, como vivimos en el reino de la impunidad, a cada uno de esos afiebrados dementes que toma el cetro y reina, con su séquito claro, no les queda ninguna responsabilidad por lo que hicieron. Entonces, nuevamente viene el siguiente candidato a emperador, con su staff de ávidos mandantes, y está habilitado nuevamente a poner en marcha la comprobación de que también será inmune a toda pena por el desastre cometido.
El flaco Testa permanece pensativo, como si las palabras de Julián hubieran discurrido como una brisa que se lleva la tirantez del ambiente. Gustavo se despereza con los brazos rodeando su cabeza, distendido y casi ausente. El propio Julián siente que ha descargado esa perorata en un confuso intento de establecer su propio diagnóstico para tanta resignación y tanta desidia como la que aprecia en sus congéneres.
- Bueno, además está el hecho de que vos estás de novio a pleno, Julián –Interrumpe el sopor de la pausa la desvaída voz del flaco.
- Vos también estás de novio, ¿eso qué tiene que ver?
- Lo mío es circunstancial –dice el flaco ahora mirándolo a Julián con sus cejas arqueadas, el pelo engominado, la camisa veraniega de tela fina y a finas rayas celestes sobre blanco mirándolo sereno, con la expresión del ebrio bonachón que se apresta a expresar una confesión-. Esa mina vale oro, ¿eh, Julián? A mí las mujeres no me duran nada. Cuando consigo enroscarme con alguna, nunca pasamos de los seis meses saliendo. Capaz que mejor. Mejor para ella –dice el flaco, adivinándose en su chanza el irónico contenido.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

CAPÍTULO II

CAPÍTULO II

Oviedo estaba instalado en la parrilla hacía 5 años. La había adquirió cuando dejó el ejército, ya harto de la rutina militar, a la que, sin embargo, le pareció estar acostumbrado desde antes de nacer, y quizás predestinado a sobrellevar de por vida. Hijo de un hachador del “Impenetrable”, el quinto de los once que llegaron a ser sus hermanos, perdidos en el monte chaqueño. Francisco Asdrúbal se trasladó a Resistencia, la capital de la provincia, de la mano de una tía que fue a buscarlo al rancho familiar. De su mano, a los 6 años comenzó la escuela y tuvo una educación de sobrino supernumerario en el poblado. La vida en la ciudad norteña le permitió al aún delgado peón en las cosechas de algodón avizorar el proyecto de “engancharse”, una vez realizado el servicio militar, en la carrera de suboficiales. Del 28 de Infantería de Monte al de Arana. Allí se conocerán con Julián y el resto de los muchachos que Oviedo está encargado de alimentar, pero recién toman nota el uno del otro en las Islas, donde el orondo sargento 1º lleva y trae las últimas novedades de la campaña, al tiempo que su muchas veces frío guiso tropero llena las alicaídas tripas de los infantes.
Las cavilaciones de Julián lo depositan en un suceso de aquel pasado, ya casi vetusto en su remembranza. Se oía el tableteo de la metralla y el seco estampido de los obuses de 105 milímetros, ¿de uno y de otro lado?, muy a lo lejos, como una letanía que dejaba oírse entre los silbidos persistentes del viento. Incluso las pasadas de los Harrier sobre ellos se hacían cada vez más frecuentes y agresivas, incluyendo barrerlos con metralla, un aditamento nuevo desde hacía unos días en la actitud de los aviadores ingleses, que hasta allí sólo habían efectuado pasadas de reconocimiento. Oviedo vino con la novedad de que se combatía en Darwin, cerca de San Carlos: la incógnita que tanto los había preocupado está develada. Los ingleses ya han desembarcado hace pocas horas –dijo el sargento primero cocinero, sus facciones y su osamenta flácidas por la grasa, al pie de la cocina de rancho a la que casi tres veces por semana había que cambiarle la garrafa, yendo al pueblo a buscar una- y me enteré de que les hundimos varios barcos. A Oviedo le contaba con profusión de detalles la seguidilla de hechos bélicos un capitán de arsenales, emplazado en Puerto Argentino. Los suministros alimentarios que el sargento cocinero debía ir a buscar le permitían granjearse los pormenores de los partes de guerra que llegaban por radio al comando, y que se filtraban en un profuso fluir de confidencias; pero también la política continental e isleña eran parte de ese murmullo informativo. Fue aquella vez, al pie del carro de cocina, cuando Julián, Gustavo, Alfredo, Gerardo Testa, Guillo, Monserrat y Luján, que habían bajado a la base del cerro en buscar su vianda caliente del día, escucharon por primera vez acerca de los combates cercanos a San Carlos, donde se produjo el desembarco enemigo. ¡Con razón el día anterior hubo tan tremendo movimiento! Dos Douglas A4 habían pasado por el callejón entre los cerros, casi tocando las piedras, como yendo hacia Puerto Argentino, hacia el Este, dejándolos helados por la impresión. No adivinaban que habían descargado sus bombas sobre algunas fragatas y destructores, aunque también en algún portacontenedor inglés, y justo el día del desembarco. Las máquinas estaban volviendo, dejando en el camino un par de compañeros, después de su raid destructivo. Bueno, de todas formas, teniendo al gordo éste que nos cuenta nos vamos enterando de lo que pasa y que los “milicos” no nos quieren contar, les dirá Alfredo a los del grupo que comparte la ocasión del racho –el que cada vez va consolidándose mas como grupo de apoyo en las tristes horas de la incierta espera.
- ¿Quiénes están allí de los nuestros, mi sargento primero? –preguntó Julián.
- Calculo que debe ser el 25 de Infantería, alguna compañía. Me dijeron mis fuentes –se jactaba el gordo- que tenemos una escuadrilla de Pucarás también. Esta mañana me informaron que les dimos con todo a la flota, que quedaron encajonados, servidos en bandeja para nuestros aviones.
- Entonces, quizás los paran para que no lleguen hasta acá – dijo el flaco Testa con la vista abstraída, perdida entre las nubes que se fundían con los montes cubiertos de bruma fría y húmeda, hacia la lengua de agua donde el mar recibe al Murrel- y capaz que todo se termina antes…
En la cavilación del chico de 19 años que había sido reconvocado a las filas de su regimiento, que había desembarcado el 14 de abril en Malvinas, se hacía evidente el pesar de aquella situación que, allí comprendía, estaba mucho más allá de cualquiera de sus peores expectativas. El flaco ya se había adaptado a la vida de oficinista que tenía en su flamante trabajo, conseguido en la secretaría de hacienda del Ministerio de Economía de la provincia. Sus dos primeros sueldos lo habilitaban para pensar en comprarse el auto. Nunca imaginaría que la obligación de volver a las filas del ejército traería aparejada –como una broma macabra- el tener que participar en una guerra que, evidentemente, ya estaba desatada. Sin embargo, Gerardo Testa, el “flaco”, aún seguía ensayando experimentos mentales que los alejaban, a todos ellos, de esa ominosa realidad que le transmitían sus sentidos. Ejercicios contrafácticos que le permitía aventurar aún en su imaginación, que todo aquello no dejaba de tratarse sólo de una mala interpretación.
- Jajaja… -sonó la risotada de Oviedo, que se hizo escuchar estentórea-. Andá practicando el aimsurrendo que el “inglés” Buchanan de la compañía “A” les enseñó a mis ayudantes de cocina -dijo bajando el pie que tenía apoyado en la estructura del carro de rancho a la vez que servía las marmitas de los famélicos que lo escuchaban sorprendidos. Para cuando lleguen los ingleses y los recibas con semejante cagazo -terminó burdamente con su sorna.
- Al final se viene lo que tanto hemos esperado –dijo seriamente Alfredo mirando a los ojos a Julián, ignorando al gordo Oviedo que los auscultaba atento con la mirada mientras servía, como si de un convidado de piedra se tratara, ante la cofradía de conscriptos, todos soldados “viejos”, apostados en la ladera norte del Longdon.

Julián deja nuevamente que su mirada se pose en la figura de Oviedo, ahora acodado en el mostrador de su negocio, junto a la caja registradora, revisando concentradamente una boleta. Aflora en él cierta reticencia por seguir propiciando el vínculo con ese hombre al que ahora percibe confianzudo y afable, que está allí parado como una muy concreta figura de su presente, la que a la vez lo transporta a un pasado plagado de fantasmas. Le ha dejado claro a Sandra que esta noche ya no volverá a casa, al menos por unos días. No entiendo por qué insistís en mantener la distancia, es mucho mejor intentar charlarlo, encontrar una forma, le ha dicho ella, compungida, los bellos ojos húmedos. Julián ha preferido contener las palabras que intentaran develar los motivos que lo llevan a preferir quedarse sólo por unos días –con todos los riesgos que ello implica; luego puede ser ella la que decida sobre la continuidad de un vínculo que él no quiere perder de ninguna manera. Pero necesita, lo sabe, tomar distancia, quizás porque las razones que debería esgrimir no están tan claras en su cabeza. Sabe que su mujer lo quiere, y sabe con mayor certeza aún cuánto amor él le profesa, y cuan imprescindible le resulta esa persona que hace unos años habita su vida. Por eso el riesgo de forzar una separación que ella no quiere se le hace patente a Julián. Tengo temor de que te fastidies con mis tonterías, amor, es la frase que Julián se repite con cadencia de gota china cuando piensa en Sandra. La ha visto desencajada y frecuentemente sumida en la tristeza cuando se desatan las insistentes discusiones en las que se enfrascan últimamente. Tal vez el gordo Oviedo forma ahora parte de eso que, quizás de manera caprichosa, se fuerza por volver del pasado, en confrontación con el presente que encarna Sandra, y en el que se le hace tan difícil residir.
-¿Vos te acordás de ese turro de la Marina? Ustedes decían que no los dejó volver por esa cañada, hacia Puerto Argentino –la voz de Oviedo le llega a Julián, ahora abstraído en sus cavilaciones, haciéndolo volver sobresaltado a la figura del gordo, que se ha parado de manera subrepticia junto a su mesa- el del BIM 5…cuando murió Alfredo…¿cuál era el apellido? Insúa ¿no?...Alfredo Insúa.
- ¡¿Cómo?! –Julián contesta con crispación, la figura que se presenta a su memoria le provoca espanto, aquel personaje, surgiendo detrás de las rocas, apuntándolos rodilla en tierra con su fusil, un pelotón de sus hombres detrás, forzándo a su grupo a retroceder en la retirada que venían haciendo de manera penosa desde sus posiciones, aprovechando la que suponían breve interrupción del ataque de los ingleses, prefigurando su avanzada definitiva. Y Alfredo –en el que confiaban ciegamente- no había develado sus convincentes razones para emprender a toda marcha la retirada.
- Ése es el que viene seguido también acá. Perazzo se llama –dice el gordo Oviedo- y tiene un a empresa de seguridad en la zona. Viene casi todos los días a comer.
- ¡No me digas…! –dice Julián incrédulo y asombrado, mirando a Oviedo que limpia su cuchilla frente a la mesa del antiguo soldado, restregándola en su manchado delantal, que alguna vez fue blanco- ¿Y apareció así nomás? ¿Y cómo lo reconociste?
- Está casi igual el muy turro, sólo que está canoso. No te olvides que lo estuvimos marcando todo el tiempo cuando estuvimos en el aeropuerto.
A Oviedo se le olvidará, casualmente, mencionarle algún otro motivo debido al cual el Perazzo, ex hombre de la marina de guerra, frecuenta su local. Nebulosas de la de la memoria, o de la condición humana.

A Julián aquellas palabras le remiten a un momento de singular amargura. Pero sobre todo le producen la extrañeza de aquel que no puede comprender que alguien, que en aquel momento le resultaba tan ajeno como el sargento Oviedo, el sargento primero cocinero Oviedo, encargado de la cocina del regimiento en aquellos momentos, hubiera estado compenetrado en la misma actividad penosa y furibunda que los llevaba a Julián y a sus compañeros a acechar con la mirada, llena de rencor y resentimiento, a aquel oficial de la Infantería de Marina argentina, el que había provocado con su actitud incomprensible y arbitraria, la muerte de aquel amigo. Sin embargo, en las palabras de Oviedo se reflejaba para Julián un misterioso compromiso con aquella visión del mundo que todo lo teñía de resentimiento hacia aquella persona. Una profusa concatenación de dolidas miradas buscaba, por aquel tiempo, lavar la culpa de aquel marino.
- ¿Sabés por qué te menciono lo de este tipo? Porque yo creo que ahora, en un rato, debe estar por llegar. Quería decírtelo, no vaya a ser que te tome por sorpresa –afirma el ex sargento, esbozando una sonrisa cómplice, que de inmediato se troca en mueca contrariada.

martes, 1 de diciembre de 2009

Carta al soldado inglés

CARTA ESCRITA POR EL TENIENTE CORONEL ENRIQUE NEIROTTI –al momento de la Guerra de Malvinas Teniente 1º desplegado en la defensa de Monte Longdon- a quien cayó víctima del fuego de su arma. Un ejercicio de búsqueda de la paz interior que este militar no logra, desde que esa infausta noche del 13 de junio de 1982 combatió y fue herido en la Batalla de Monte Longdon.
"En Mendoza, Argentina, después de la guerra

AL SOLDADO INGLS:

Fuimos preparados como soldados para defender los intereses de nuestra patria, lamentablemente nuestros intereses estuvieron encontrados, en consecuencia tuvimos que representar cada uno a nuestro país, a millones de compatriotas y en esa confrontación es donde participamos ambos, fuimos los gladiadores de nuestra civilización. Nosotros somos el resultado de la falta de diálogo, entendimiento y tolerancia de nuestros estadistas.

Si bien estamos para "eso", a partir de 1982, en nuestra vida, hay un antes y un después de la guerra, por lo menos para nosotros es así. Si bien el brazo armado de la patria está para ello, también es cierto que la responsabilidad de defenderla es de todos los ciudadanos de nuestra sociedad, por ello estuvimos frente a frente.

Nuestra vivencia en Malvinas fue tan dura como la de ustedes; nosotros estábamos esperándolos en un terreno fijo, buscando la forma de cómo producir la máxima cantidad de bajas en el enemigo, y ustedes cómo producir bajas en nuestras posiciones. En las prácticas que uno realiza como soldado, lo más medular y significativo está en el ataque final sobre las posiciones enemigas y en el asalto a las posiciones defensivas, es decir que a ustedes le tocó la peor parte. Lamentablemente me puedo imaginar qué significó dicho ataque para ustedes, debió ser muy difícil lanzarse sobre nuestras posiciones, sabiendo que las posibilidades de quedar en el camino (muertos o heridos) eran muy grandes. Sin embargo vi cómo avanzaban por el campo minado y cómo "volaron" por las minas antipersonales: se necesita valor para caminar sobre la muerte; vi cómo municiones trazantes perforaban el cuerpo de nuestros adversarios. Te vi caer producto del fuego de mi ametralladora y la de mis soldados. Vi cómo la artillería naval y de tierra inglesas batían nuestras posiciones y cómo vibraba nuestro cuerpo con cada explosión. El techo de munición trazante luminoso de armas automáticas que iban y venían era tan voluminoso que jamás me lo pude imaginar, la realidad supera la ficción de las películas.

Previo a nuestro combate, mientras ustedes avanzaban yo trataba de mantener el máximo de fuego, en la desesperación de que no lleguen a nosotros, porque sabíamos que era nuestro fin y sé que ustedes querían llegar rápido para producir nuestras bajas, ambos queríamos que esta guerra se acabe pronto, la presión psicológica era enorme y el hombre se despersonaliza en el combate, si se pudiera ver la adrenalina, el campo de combate estaba regado de ella. Intimamente sabíamos que Monte Longdon y Dos Hermanas eran la bisagra del éxito o el fracaso de los combates y que sería carnicero y sangriento y que casi todas las bajas se iban a producir en horas.

Fuimos la herramienta de la incomprensión humana, tu vida quedó en el camino y hoy siento profundamente tu desaparición. Hoy sé que no fue mi íntima intención provocarte la muerte. Sé que tu familia te llora, que te extraña tu madre, tu padre, tu esposa, tu hermano, tu hijo, tu novia. Hoy, en vida, sufro tu desaparición, porque fui parte de ella; también honro tu valentía manteniéndote en la memoria, porque no me permito olvidarme de cada uno de esos momentos, de tus últimos gritos de dolor y los tengo presentes como si hubieran ocurrido hace unos instantes.

El combate que nos enfrentó nos iba a provocar heridas graves. Sabíamos que era la vida o la muerte. Como ser humano y cristiano no me puedo sentir orgulloso de haber matado, tan sólo cumplí con mi misión. Lo que no sabíamos es que después de sobrevivir el combate, el resto de la vida llevaré la cruz y el dolor del corazón de esos momentos.

Soldado: aún los que más te conocieron no supieron de tu sufrimiento en los últimos instantes, nunca supieron de tu valor. Sabías que ibas a morir y sin embargo avanzabas, sólo lo vio tu compañero que estaba al lado y te sobrevivió, y yo, que produje y vi tu caída.

Entre otras cosas que quería decirte es que jamás podré olvidar esos momentos tan violentos, de tu valor, porque diste lo más preciado a tu país. Mi mayor de los respetos a tu actitud y tendré siempre presente el dolor de tu familia.

Aunque la guerra interior para el veterano continúa, siempre quise expresarte mi sentimiento y sólo se me ocurría que sería en Buenos Aires o en Londres, con flores y mi recuerdo por tu desaparición. Entiendo que el destino quiso que así ocurriera, que Dios nos da pautas para la humanidad, pero los humanos con frecuencia hacemos cosas difíciles de entender, como en el combate en que nos enfrentamos. Yo fui herido en combate por tus camaradas, pero Dios no quiso que te acompañara en ese momento. De haberse invertido los hechos entre ambos, estoy seguro que sentirías lo mismo que siento hoy y que no podrías olvidar jamás esos momentos y que te acompañaría por siempre en el dolor del alma que se siente cuando uno decide sobre la vida y la muerte de otras personas.

Que Dios te acompañe en tu reposo

Un soldado de Monte Longdon."

domingo, 29 de noviembre de 2009

CAPÍTULO I de "Un sendero de esquirla", la novela de Malvinas

CAPITULO I

La mirada del tipo meditabundo se posa cansina en las verdes hojas de los tilos que crecen frondosos, circundando las veredas de esel barrio del suburbio de una sur de una Buenos Aires que crece cancina pero desbordada, donde se asientan constantemente girones de población que se descuelgan de sus antiguos núcleos de residencia, para ir a engrosar los suburbios de la periferia capitalina. Recuerda cuando esas mismas calles las había transitado años antes, teniendo que ir a una lejana profesora particular, para preparar una materia del secundario, en un febrero húmedo y caluroso, cuando aún las arrugas de sus mejillas y frente no se había marcado a fuego en la piel curtida por los sinsabores y la fría nevisca de la desgracia . Manzanas enteras se han ido poblando, en tanto locales de negocios se han puesto consistentes, afianzados en su actividad comercial, junto a aquellos que no han tenido esa suerte, pereciendo en la desidia, deshabitados o derruidos, dando lugar a otras calles en que la edificación crece desordenada e impulsiva, haciendo lugar a nuevas familias, creciendo y abultando el arrabal. Está sentado frente a una ventana corrediza, cuya hoja abierta pone en contacto directo su rostro con la suave brisa que entra desde la calle, impregnada del aroma del perfumado polen de los árboles. Esa fragancia se mixtura con el olor de los tiznes de combustión del tránsito denso y crispado, del que él, ahora como espectador, ha conseguido librarse. El humo de la parrilla y lo que se asa en ella parece desvanecerse todo el tiempo que persiste la brisa desde la calle, donde borbotones de desordenada actividad crispan la poblada avenida. El hombre, aún joven, percibe una suerte de modorra inducida por los dos vasos de cerveza fría que lleva tomados, con el estómago aun vacío, impaciente a la espera del sándwich que le están preparando. Desde su silla, acodado en la mesa del restaurante-parrilla “2 de Abril”, una convencional y sólida construcción de amplias ventanas con cortinas metálicas enrolladas, con paredes blanqueadas a la cal sobre un desprolijo revoque y pisos de baldosa barata en la que se propaga el denso vaho tan familiar de la carne vacuna poniéndose a punto sobre las brasas, observa al gordo Oviedo. Hace unos meses lo descubrió como dueño, administrador y “as” de los churrasquitos a éste, su antiguo ¿camarada?, ¿colega?, ¿compañero de infortunios? No sabe bien cómo definirlo. Ex sargento 1º, cocinero de su antiguo regimiento, lo contempla ahora, con su figura decididamente obesa pero movediza -que de tanto en tanto lo observa de reojo, al tiempo que sonríe, para volver a atender sus quehaceres culinarios. Siente una sensación incómoda al recibir la complaciente mueca divertida de Oviedo, como respuesta a su mirada, cuando sondea en aquel personaje corpulento, vivas, casi ajeno a los avatares en que lo recuerda zurcido a su propia historia, la potencial revelación de algún recuerdo significativo, de esos que hacen mal, volviendo de ese pasado penumbroso. Además, comprende su propia incomodidad ante la gentileza del parrillero, toda vez que aquel representa –en cierta forma- esa detestable casta de militares profesionales, para los que Julián tiene reservado un latente y sólido desprecio, esculpido a fuego, en interminables gestos y actitudes, como toda una declaración de principios que a sí mismo se ha ido presentando, que no está dispuesto a modificar, y que no le costaría sostener con argumentos, algunos de los cuales rumia mientras observa distante al gordo.
- ¡Ya va el churrasquito, pibe! –le grita Oviedo sin mirarlo, con su acento formoseño, aún persistente, al tiempo que abre un pan en donde coloca la jugosa lonja de carne- te estás haciendo un abonado, ¿eh?
Bastante más joven que el parrillero, Julián Aguirre absorto en la carne asándose, duda de que sea una buena idea la de hacer escala, cada tanto, en el negocio del gordo y antiguo sargento. Es cuestión de trabajo, se autojustifica cuando lo asalta tal vacilación. Siempre abominó a los militares, especialmente después de la guerra. ¡Como para no sentir desprecio, se decía a sí mismo, con un contundente pero difuso rosario de razones que no necesitan de enumeración ni de autoexamen! Toda una vida escuchando en el seno familiar una homilía de duros adjetivos para con todo lo relacionado a lo castrense, y guerra de por medio, enrolado en el bando previsiblemente perdedor, condenado a la deshonra y al olvido de la sociedad, ese sentir permanece intacto, a pesar de que parecía enmohecido bajo el polvo de los años de amnesia autoinducida. El encuentro fortuito con el gordo lo ha desencajado de su férrea postura. Desde que ha descubierto en su reparto de vinos que va desde las afueras de La Plata hasta Avellaneda, en una esquina de la Avenida Sarmiento en Florencio Varela -trajinado suburbio de la megaexpandida Buenos Aires-, al gordo al frente de su parrilla, no puede dejar de hacer esa escala allí, cada dos o tres semanas. Un oscuro y secreto impulso lo empuja a mantener el corretaje por la parrilla de Oviedo, y se da cuenta que está reacio a fisgonear en su conciencia acerca de qué lo impulsa en esas regulares visitas.
- Che, pibe Aguirre, no sabés lo que tengo para contarte –dice el obeso ex cocinero de campaña- , ni te imaginás. Después te comento. Las gotas de sudor se escurren por la frente amplia del parrillero, que las enjuga con la manga de la remera, cuchilla y trinchete en mano, movedizo y tenas, mientras se encarama a su cetro de humo, brasas y carne humeante, esparciendo por el recinto del local una blanquecina neblina pringosa que enerva las glándulas salivales, predisponiendo el apetito del único comensal.
La infidencia de Oviedo queda pendiente, mientras éste prosigue con su faena y Julián se inquieta por la primicia diferida hasta próximo aviso. Julián Aguirre escucha las palabras con un sopor levemente alcohólico, mientras vuelve la vista a la apacible vereda y a los rayos de sol que se cuelan entre las verdes y traslúcidas hojas. Sus ojos se posan en sus brazos, con la camisa arremangada por encima de los codos, con esa costumbre que ahora, ante aquel viejo infidente de las gestas que vivieron juntos en el sur austral, recuerda no haber abandonado desde que se le pegó en las fajinas militares, tanto en la guerra como en la paz. Los efectos de la canícula lo aletargan, mientras su mirada se aleja perezosa hasta donde está estacionado su camión de reparto de vinos. Ese viejo Ford 350, noble y rendidor, del que lo seduce su calmo potente sonido del motor, que regula como un aceitado reloj, ahí estacionado, que podría rápidamente sacarlo de allí en este momento, pero que lo espera fiel. Tiene el empleo desde hace ya dos años, y un cambio circunstancial de recorrido lo ha puesto en contacto con este viejo compañero de trajines. Su amigo Gustavo Belloni lo ha empleado en la empresa de fraccionamiento de vinos que su familia tiene desde hace décadas, cortando para Julián una larga racha de inestabilidad laboral en trabajos que, si bien algunos promisorios, no conseguían de él un compromiso tal como para sostenerlos; la última desafectación ha sido violentamente inducida por los malos modos en que contestaba a su jefe en la fábrica de filtros, donde casi se le hacía insoportable recibir órdenes del capataz. Terminó no yendo más, desde que el último viernes por la tarde, en que dejó hablando sólo a su jefe, dándole la espalda, lo convertía nuevamente en un desocupado de la Argentina post hiperinflacionaria de los `90. Varias veces Julián ha tenido una actitud irascible, que en realidad se manifiesta con frecuencia. Es como si se hubiera dado a sí mismo la anuencia para los desplantes, no medir consecuencias cuando reacciona a disgusto, sin medir con quién ni dónde. Simplemente se deja llevar por la sangre, por un instinto de pendencia que se le arremolina en las sienes, que le laten y lo llenan de una ira pertinaz pero aplacada, aunque irrefrenable. Había considerado con mucha seriedad el esperar a ese capataz de la fábrica después de hora para propinarle una golpiza que no olvidara. Luego de meditar un largo rato debajo de la ducha caliente, mientras se da el último baño el en vestuario de aquella fábrica, ha desistido de la idea: no vale la pena. Se veía con Gustavo desde que habían vuelto de baja, luego de la guerra, como ya fundidos de una misma aleación o perseguidos por los mismos fantasmas que se dan cita en ese vínculo entre hombres transidos por una tormenta de la historia, que ha barrido sus vidas con la fuerza de un tornado, demoliendo lo sólido de sus existencias. Gustavo era un tipo simple y que toleraba con agrado la vida sedentaria y de rutina que sus cariñosos padres le habían ofrecido, agradecidos de que hubiera vuelto de Malvinas, aunque no sano –sus piernas seriamente dañadas por la metralla-, por lo menos vivo, después de tantas penurias y dolores, sabiendo también todo lo que habían padecido. Con facilidad recuperó el peso, y el cabello negro y tupido pareció suavizarle los rasgos, haciendo más apacible la sonrisa bonachona. Y sobre todo Alfredo, al que conocían de las conversaciones de los chicos, que se iban haciendo cada vez más escasas, hasta extinguirse progresivamente antes del año de la ansiada vuelta.
- Le tenés que decir a Belloni que venga también, Aguirre – le dice el panzón Oviedo mientras deposita sobre la mesa de Julián lo que se ve como un delicioso bocado-, no he visto a muchos de los nuestros estos últimos años.
- Sí, no sé si podrá, él está atrás de los proveedores y los números. Es un tipo ocupado. Por suerte tiene trabajo, en esta época…
- Bueno, pero se vienen una noche y les cocino algo especial, alguna de mis recetas. ¡No sabés cómo me sale el locro...! Una paella puede ser también –se entusiasma el gordo gourmet.
- ¿Qué me decías que tenías para contarme, gordo? –Julián había abandonado con el ex sargento todas las formalidades que alguna vez le había dispensado.
- Ah…sí, me olvidaba…está viniendo un tipo conocido nuestro, del que te tenés que acordar. Seguro te acordás, Aguirre –dice el rollizo cocinero cuando una llamarada surge de la hornalla en que se fríen la papas, lo que lo hace salir despedido hacia la resolución de la emergencia.
Julián hinca sus poderosos dientes en el exquisito y simple manjar que alivia su apetito y pone algo consistente en su estómago, desajustado por la fría cerveza, casi en ayunas. La revelación del gordo Oviedo, a punto de salir de su boca, lo ha dejado algo impaciente a la espera del develamiento. Un “conocido” dijo el gordo, ¿de quién estará hablando? Quizás de algún oficial del regimiento, de alguno de esos taimados y petulantes tenientes o subtenientes, a los que ya no volvió a ver en el cerro, esa noche tremenda, dejándolos solos por algún motivo al que él comenzó a asignar una explicación bien simple. No porque los hubieran visto correr, a hurtadillas, sino porque cuando los ingleses se replegaron momentáneamente para reagruparse, cuando se pasaron la voz de salir de los pozos y retroceder porque los paracaidistas se venían de nuevo, estaban ellos solos. Luego, después de la concentración de la propia tropa, ya rendidos y en poder de los ingleses, no habían tenido contacto salvo con los suboficiales. Además, Oviedo, lo sabe, nunca presentaría así a uno de sus camaradas suboficiales. ¿Un compañero “colimba”?
Julián preferiría abstraerse nuevamente en el contraste entre el sol y apacible sombra de la vereda, en la reverberación caleidoscópica, en los contrastes de luces, allí cuando se afianza la primavera. Perderse en el paso de los vehículos que transitan la avenida sobre la que está instalada aquella parrilla, antes que seguir hurgando en la oscuridad de la evocación. Los recuerdos nítidos le traían lugares: aquellas piedras, el pozo de zorro que por fin encontraron y en el que ya no brotaba el agua, el que habían cubierto con Alfredo con uno de los ponchos impermeables. Esta suerte de madriguera se había convertido en un hogar sucedáneo, bastante acogedor en relación a la inmisericorde cobertura que ofrecía el anterior refugio, y donde las frazadas parecían rechazar el frío, sobre la ladera norte del Longdon, dejándolos dormir, aún cuando los bombardeos navales nocturnos se hicieron habituales. Habían conseguido un tambor de aceite de YPF, vacío y abollado, que con el sable bayoneta y a golpes de piedra habían partido a la mitad. El propio Oviedo, cuando había pasado por allí, recolectando su informe confidencial de la campaña del regimiento, les había mencionado lo ingeniosa que parecía la protección antilluvia del refugio, camuflada con piedras, arbustos y turba.
Ahora que Julián lo cavilaba -mientras apreciaba, cómodo, el placentero bocado, excelentemente llevado a la cocción perfecta, al punto en que la carne tiene la justa proporción de jugos, eficazmente cocidos en su interior- el gordo Oviedo parecía totalmente alejado de lo que consideraba un milico. Si hasta lo recordaba con simpatía al rollizo cocinero, que aparentaba una vieja tía solterona que radiaba los chismes de todo lo que pasaba en ese confuso tiempo y lugar. Si incluso podría vérselo como un personaje de esos que creía recordar de la novela “Cien años de soledad”, llenos de fantasiosa imaginación, pero con una extraña habilidad para comunicarse con todo tipo de personas, pues Oviedo tenía contactos a todos los niveles. Hasta con el general, con el “caballo” debía tener relación el gordo Oviedo. El veterano sargento 1° cocinero tenía la facilidad de trasladarse hasta Puerto Argentino. Se las arreglaba para llegar con el jeep Mercedes Benz, por la embarradísima senda, hasta el poblado de casas de madera y techos de chapa, prolijamente pintadas, que habían divisado por primera vez en los momentos que tuvieron libres en ese día que pasaron en el aeropuerto, recién desembarcados del Boeing 707 que los llevó a las Islas.
El gordo se había vuelto a arrimar a la mesa de Julián, que aún tenía frente a sí la transpirada botella de cerveza, cuyo contenido aún no había vaciado, sentado plácido, contemplando la agradable templanza de la recién comenzada tarde de septiembre. Julián se sirvió el resto de cerveza, mientras escuchaba al cocinero-empresario, al que miró de soslayo, describirle cuántos cajones de bebida se consumían en su negocio en el transcurso de una semana. El pelo entrecano y aún cortado al ras en los flancos de la testa de Oviedo, se mantenía vigoroso y ondulado en la parte superior, para la que no estaba reservada la rasuradora que le daba aquel toque tan típico de los suboficiales del ejército. Tenía una camisa azul y un jean cortado como bermudas, cubierta la parte delantera de su torso hasta las rodillas con un delantal blanco, manchado de grasa y sangre de la carne que iba a la parrilla. Unas viejas zapatillas de lona blanca y roída completaban su vestuario. Oviedo hablaba con profusión, al tiempo que se tocaba la chata nariz, aquel rasgo que también recordaba de su época de cocinero en el regimiento, en que recorría las posiciones por la tarde, después de servir la única comida caliente que se daba en el día, y que llevaba junto a dos soldados ayudantes hasta donde el jeep pudiera llegar, en cilindros herméticos de acero inoxidable, que no terminaban de mantener caliente su contenido. El guiso de oveja vieja descongelada, zapallo, papas y zanahorias, esperaba a sus poco adeptos, pero necesitados comensales.