domingo, 29 de noviembre de 2009

CAPÍTULO I de "Un sendero de esquirla", la novela de Malvinas

CAPITULO I

La mirada del tipo meditabundo se posa cansina en las verdes hojas de los tilos que crecen frondosos, circundando las veredas de esel barrio del suburbio de una sur de una Buenos Aires que crece cancina pero desbordada, donde se asientan constantemente girones de población que se descuelgan de sus antiguos núcleos de residencia, para ir a engrosar los suburbios de la periferia capitalina. Recuerda cuando esas mismas calles las había transitado años antes, teniendo que ir a una lejana profesora particular, para preparar una materia del secundario, en un febrero húmedo y caluroso, cuando aún las arrugas de sus mejillas y frente no se había marcado a fuego en la piel curtida por los sinsabores y la fría nevisca de la desgracia . Manzanas enteras se han ido poblando, en tanto locales de negocios se han puesto consistentes, afianzados en su actividad comercial, junto a aquellos que no han tenido esa suerte, pereciendo en la desidia, deshabitados o derruidos, dando lugar a otras calles en que la edificación crece desordenada e impulsiva, haciendo lugar a nuevas familias, creciendo y abultando el arrabal. Está sentado frente a una ventana corrediza, cuya hoja abierta pone en contacto directo su rostro con la suave brisa que entra desde la calle, impregnada del aroma del perfumado polen de los árboles. Esa fragancia se mixtura con el olor de los tiznes de combustión del tránsito denso y crispado, del que él, ahora como espectador, ha conseguido librarse. El humo de la parrilla y lo que se asa en ella parece desvanecerse todo el tiempo que persiste la brisa desde la calle, donde borbotones de desordenada actividad crispan la poblada avenida. El hombre, aún joven, percibe una suerte de modorra inducida por los dos vasos de cerveza fría que lleva tomados, con el estómago aun vacío, impaciente a la espera del sándwich que le están preparando. Desde su silla, acodado en la mesa del restaurante-parrilla “2 de Abril”, una convencional y sólida construcción de amplias ventanas con cortinas metálicas enrolladas, con paredes blanqueadas a la cal sobre un desprolijo revoque y pisos de baldosa barata en la que se propaga el denso vaho tan familiar de la carne vacuna poniéndose a punto sobre las brasas, observa al gordo Oviedo. Hace unos meses lo descubrió como dueño, administrador y “as” de los churrasquitos a éste, su antiguo ¿camarada?, ¿colega?, ¿compañero de infortunios? No sabe bien cómo definirlo. Ex sargento 1º, cocinero de su antiguo regimiento, lo contempla ahora, con su figura decididamente obesa pero movediza -que de tanto en tanto lo observa de reojo, al tiempo que sonríe, para volver a atender sus quehaceres culinarios. Siente una sensación incómoda al recibir la complaciente mueca divertida de Oviedo, como respuesta a su mirada, cuando sondea en aquel personaje corpulento, vivas, casi ajeno a los avatares en que lo recuerda zurcido a su propia historia, la potencial revelación de algún recuerdo significativo, de esos que hacen mal, volviendo de ese pasado penumbroso. Además, comprende su propia incomodidad ante la gentileza del parrillero, toda vez que aquel representa –en cierta forma- esa detestable casta de militares profesionales, para los que Julián tiene reservado un latente y sólido desprecio, esculpido a fuego, en interminables gestos y actitudes, como toda una declaración de principios que a sí mismo se ha ido presentando, que no está dispuesto a modificar, y que no le costaría sostener con argumentos, algunos de los cuales rumia mientras observa distante al gordo.
- ¡Ya va el churrasquito, pibe! –le grita Oviedo sin mirarlo, con su acento formoseño, aún persistente, al tiempo que abre un pan en donde coloca la jugosa lonja de carne- te estás haciendo un abonado, ¿eh?
Bastante más joven que el parrillero, Julián Aguirre absorto en la carne asándose, duda de que sea una buena idea la de hacer escala, cada tanto, en el negocio del gordo y antiguo sargento. Es cuestión de trabajo, se autojustifica cuando lo asalta tal vacilación. Siempre abominó a los militares, especialmente después de la guerra. ¡Como para no sentir desprecio, se decía a sí mismo, con un contundente pero difuso rosario de razones que no necesitan de enumeración ni de autoexamen! Toda una vida escuchando en el seno familiar una homilía de duros adjetivos para con todo lo relacionado a lo castrense, y guerra de por medio, enrolado en el bando previsiblemente perdedor, condenado a la deshonra y al olvido de la sociedad, ese sentir permanece intacto, a pesar de que parecía enmohecido bajo el polvo de los años de amnesia autoinducida. El encuentro fortuito con el gordo lo ha desencajado de su férrea postura. Desde que ha descubierto en su reparto de vinos que va desde las afueras de La Plata hasta Avellaneda, en una esquina de la Avenida Sarmiento en Florencio Varela -trajinado suburbio de la megaexpandida Buenos Aires-, al gordo al frente de su parrilla, no puede dejar de hacer esa escala allí, cada dos o tres semanas. Un oscuro y secreto impulso lo empuja a mantener el corretaje por la parrilla de Oviedo, y se da cuenta que está reacio a fisgonear en su conciencia acerca de qué lo impulsa en esas regulares visitas.
- Che, pibe Aguirre, no sabés lo que tengo para contarte –dice el obeso ex cocinero de campaña- , ni te imaginás. Después te comento. Las gotas de sudor se escurren por la frente amplia del parrillero, que las enjuga con la manga de la remera, cuchilla y trinchete en mano, movedizo y tenas, mientras se encarama a su cetro de humo, brasas y carne humeante, esparciendo por el recinto del local una blanquecina neblina pringosa que enerva las glándulas salivales, predisponiendo el apetito del único comensal.
La infidencia de Oviedo queda pendiente, mientras éste prosigue con su faena y Julián se inquieta por la primicia diferida hasta próximo aviso. Julián Aguirre escucha las palabras con un sopor levemente alcohólico, mientras vuelve la vista a la apacible vereda y a los rayos de sol que se cuelan entre las verdes y traslúcidas hojas. Sus ojos se posan en sus brazos, con la camisa arremangada por encima de los codos, con esa costumbre que ahora, ante aquel viejo infidente de las gestas que vivieron juntos en el sur austral, recuerda no haber abandonado desde que se le pegó en las fajinas militares, tanto en la guerra como en la paz. Los efectos de la canícula lo aletargan, mientras su mirada se aleja perezosa hasta donde está estacionado su camión de reparto de vinos. Ese viejo Ford 350, noble y rendidor, del que lo seduce su calmo potente sonido del motor, que regula como un aceitado reloj, ahí estacionado, que podría rápidamente sacarlo de allí en este momento, pero que lo espera fiel. Tiene el empleo desde hace ya dos años, y un cambio circunstancial de recorrido lo ha puesto en contacto con este viejo compañero de trajines. Su amigo Gustavo Belloni lo ha empleado en la empresa de fraccionamiento de vinos que su familia tiene desde hace décadas, cortando para Julián una larga racha de inestabilidad laboral en trabajos que, si bien algunos promisorios, no conseguían de él un compromiso tal como para sostenerlos; la última desafectación ha sido violentamente inducida por los malos modos en que contestaba a su jefe en la fábrica de filtros, donde casi se le hacía insoportable recibir órdenes del capataz. Terminó no yendo más, desde que el último viernes por la tarde, en que dejó hablando sólo a su jefe, dándole la espalda, lo convertía nuevamente en un desocupado de la Argentina post hiperinflacionaria de los `90. Varias veces Julián ha tenido una actitud irascible, que en realidad se manifiesta con frecuencia. Es como si se hubiera dado a sí mismo la anuencia para los desplantes, no medir consecuencias cuando reacciona a disgusto, sin medir con quién ni dónde. Simplemente se deja llevar por la sangre, por un instinto de pendencia que se le arremolina en las sienes, que le laten y lo llenan de una ira pertinaz pero aplacada, aunque irrefrenable. Había considerado con mucha seriedad el esperar a ese capataz de la fábrica después de hora para propinarle una golpiza que no olvidara. Luego de meditar un largo rato debajo de la ducha caliente, mientras se da el último baño el en vestuario de aquella fábrica, ha desistido de la idea: no vale la pena. Se veía con Gustavo desde que habían vuelto de baja, luego de la guerra, como ya fundidos de una misma aleación o perseguidos por los mismos fantasmas que se dan cita en ese vínculo entre hombres transidos por una tormenta de la historia, que ha barrido sus vidas con la fuerza de un tornado, demoliendo lo sólido de sus existencias. Gustavo era un tipo simple y que toleraba con agrado la vida sedentaria y de rutina que sus cariñosos padres le habían ofrecido, agradecidos de que hubiera vuelto de Malvinas, aunque no sano –sus piernas seriamente dañadas por la metralla-, por lo menos vivo, después de tantas penurias y dolores, sabiendo también todo lo que habían padecido. Con facilidad recuperó el peso, y el cabello negro y tupido pareció suavizarle los rasgos, haciendo más apacible la sonrisa bonachona. Y sobre todo Alfredo, al que conocían de las conversaciones de los chicos, que se iban haciendo cada vez más escasas, hasta extinguirse progresivamente antes del año de la ansiada vuelta.
- Le tenés que decir a Belloni que venga también, Aguirre – le dice el panzón Oviedo mientras deposita sobre la mesa de Julián lo que se ve como un delicioso bocado-, no he visto a muchos de los nuestros estos últimos años.
- Sí, no sé si podrá, él está atrás de los proveedores y los números. Es un tipo ocupado. Por suerte tiene trabajo, en esta época…
- Bueno, pero se vienen una noche y les cocino algo especial, alguna de mis recetas. ¡No sabés cómo me sale el locro...! Una paella puede ser también –se entusiasma el gordo gourmet.
- ¿Qué me decías que tenías para contarme, gordo? –Julián había abandonado con el ex sargento todas las formalidades que alguna vez le había dispensado.
- Ah…sí, me olvidaba…está viniendo un tipo conocido nuestro, del que te tenés que acordar. Seguro te acordás, Aguirre –dice el rollizo cocinero cuando una llamarada surge de la hornalla en que se fríen la papas, lo que lo hace salir despedido hacia la resolución de la emergencia.
Julián hinca sus poderosos dientes en el exquisito y simple manjar que alivia su apetito y pone algo consistente en su estómago, desajustado por la fría cerveza, casi en ayunas. La revelación del gordo Oviedo, a punto de salir de su boca, lo ha dejado algo impaciente a la espera del develamiento. Un “conocido” dijo el gordo, ¿de quién estará hablando? Quizás de algún oficial del regimiento, de alguno de esos taimados y petulantes tenientes o subtenientes, a los que ya no volvió a ver en el cerro, esa noche tremenda, dejándolos solos por algún motivo al que él comenzó a asignar una explicación bien simple. No porque los hubieran visto correr, a hurtadillas, sino porque cuando los ingleses se replegaron momentáneamente para reagruparse, cuando se pasaron la voz de salir de los pozos y retroceder porque los paracaidistas se venían de nuevo, estaban ellos solos. Luego, después de la concentración de la propia tropa, ya rendidos y en poder de los ingleses, no habían tenido contacto salvo con los suboficiales. Además, Oviedo, lo sabe, nunca presentaría así a uno de sus camaradas suboficiales. ¿Un compañero “colimba”?
Julián preferiría abstraerse nuevamente en el contraste entre el sol y apacible sombra de la vereda, en la reverberación caleidoscópica, en los contrastes de luces, allí cuando se afianza la primavera. Perderse en el paso de los vehículos que transitan la avenida sobre la que está instalada aquella parrilla, antes que seguir hurgando en la oscuridad de la evocación. Los recuerdos nítidos le traían lugares: aquellas piedras, el pozo de zorro que por fin encontraron y en el que ya no brotaba el agua, el que habían cubierto con Alfredo con uno de los ponchos impermeables. Esta suerte de madriguera se había convertido en un hogar sucedáneo, bastante acogedor en relación a la inmisericorde cobertura que ofrecía el anterior refugio, y donde las frazadas parecían rechazar el frío, sobre la ladera norte del Longdon, dejándolos dormir, aún cuando los bombardeos navales nocturnos se hicieron habituales. Habían conseguido un tambor de aceite de YPF, vacío y abollado, que con el sable bayoneta y a golpes de piedra habían partido a la mitad. El propio Oviedo, cuando había pasado por allí, recolectando su informe confidencial de la campaña del regimiento, les había mencionado lo ingeniosa que parecía la protección antilluvia del refugio, camuflada con piedras, arbustos y turba.
Ahora que Julián lo cavilaba -mientras apreciaba, cómodo, el placentero bocado, excelentemente llevado a la cocción perfecta, al punto en que la carne tiene la justa proporción de jugos, eficazmente cocidos en su interior- el gordo Oviedo parecía totalmente alejado de lo que consideraba un milico. Si hasta lo recordaba con simpatía al rollizo cocinero, que aparentaba una vieja tía solterona que radiaba los chismes de todo lo que pasaba en ese confuso tiempo y lugar. Si incluso podría vérselo como un personaje de esos que creía recordar de la novela “Cien años de soledad”, llenos de fantasiosa imaginación, pero con una extraña habilidad para comunicarse con todo tipo de personas, pues Oviedo tenía contactos a todos los niveles. Hasta con el general, con el “caballo” debía tener relación el gordo Oviedo. El veterano sargento 1° cocinero tenía la facilidad de trasladarse hasta Puerto Argentino. Se las arreglaba para llegar con el jeep Mercedes Benz, por la embarradísima senda, hasta el poblado de casas de madera y techos de chapa, prolijamente pintadas, que habían divisado por primera vez en los momentos que tuvieron libres en ese día que pasaron en el aeropuerto, recién desembarcados del Boeing 707 que los llevó a las Islas.
El gordo se había vuelto a arrimar a la mesa de Julián, que aún tenía frente a sí la transpirada botella de cerveza, cuyo contenido aún no había vaciado, sentado plácido, contemplando la agradable templanza de la recién comenzada tarde de septiembre. Julián se sirvió el resto de cerveza, mientras escuchaba al cocinero-empresario, al que miró de soslayo, describirle cuántos cajones de bebida se consumían en su negocio en el transcurso de una semana. El pelo entrecano y aún cortado al ras en los flancos de la testa de Oviedo, se mantenía vigoroso y ondulado en la parte superior, para la que no estaba reservada la rasuradora que le daba aquel toque tan típico de los suboficiales del ejército. Tenía una camisa azul y un jean cortado como bermudas, cubierta la parte delantera de su torso hasta las rodillas con un delantal blanco, manchado de grasa y sangre de la carne que iba a la parrilla. Unas viejas zapatillas de lona blanca y roída completaban su vestuario. Oviedo hablaba con profusión, al tiempo que se tocaba la chata nariz, aquel rasgo que también recordaba de su época de cocinero en el regimiento, en que recorría las posiciones por la tarde, después de servir la única comida caliente que se daba en el día, y que llevaba junto a dos soldados ayudantes hasta donde el jeep pudiera llegar, en cilindros herméticos de acero inoxidable, que no terminaban de mantener caliente su contenido. El guiso de oveja vieja descongelada, zapallo, papas y zanahorias, esperaba a sus poco adeptos, pero necesitados comensales.

1 comentario:

  1. los capítulos de La Novela de la Guerra de Malvinas serán publicados en este blog

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