miércoles, 16 de diciembre de 2009

CAPÍTULO III

El trío peregrina por las calles en las que la luz del atardecer se extingue en su trayecto hacia la noche fría de otoño. Tres personajes aislados, ataviados con un manto de indolencia que los preserva de la indiferencia que perciben en el entramado social que los contiene. Poseen rituales que han ido erigiendo paulatinamente, a cuentagotas, rasgando cautelosos un retraimiento persistente. Son pequeñas liturgias que han ido instaurando en su retomada ligadura reservada con un universo aún hostil.
- Esta ciudad te ofende a cada paso, son todos zombies, están cada uno en sus cosas, cada quien metido en lo suyo, y nosotros somos como fantasmas, que no existimos antes, y menos ahora –dice Gerardo, el flaco Testa, los ojos vidriosos, irritados, las ojeras más pronunciadas que cuando se sentaron ocupando la esquina, en el bar de Lanús, ese lugar que los tiene de habitués.
- La verdad es que no quiero volver a ese tema, ya me empieza a dar igual –la intervención de Julián se monta sobre las palabras del flaco como dando por sentado que la recurrencia en volver a la cuestión de las Islas fuera una cosa que el flaco no puede dominar. Percibe que el silencio de Gustavo sostiene la posición consonante con el olvido, que el flaco siempre se empeña en quebrar- además, fijate que caemos en ese tema cuando escabiamos en esta puta esquina. Escarbiar con ustedes dos unas cervezas me cabe totalmente, pero volver a la temática del pasado cada vez me va menos.
Las palabras de Julián están impulsadas tanto por la cerveza que los tres han bebido -lo que los motiva a hablar, desinhibidos- como por un verdadero sentimiento de obstinada resignación, que choca con la constante alusión, por parte del flaco, a la guerra que los tres vivieron juntos.
- ¿Y en qué quedó todo ese tema que siempre charlábamos allá, en las noches en que nos quedábamos en vela, distrayéndonos de los cañonazos del “lechero”, en que decíamos que cuando terminara todo y volviéramos, nos íbamos a reunir, juntos de nuevo, para recordar, para ayudarnos entre todos, para comer asados, boludeces. De eso no quedó nada, sólo nosotros tres, que nos vemos para comernos una pizza y tomarnos unas birras o para ir a ver a Temperley – han comido una pizza y han tomado cinco cervezas entre los tres, puntillosamente ecuánimes en el cálculo de cuanto les toca a cada uno; en el haber del grupo está, también, el ser irregulares seguidores de Temperley, club del que el flaco es hincha, y del que sus dos amigos, infrecuentes aficionados al fútbol, se han vuelto acólitos- . Pero somos como parias, nadie nos da bola. Ni siquiera a los que quedaron hechos bosta alguien los considera.
- Yo creo que nunca nadie nos va a prestar atención por lo de la guerra –dice Julián, jugueteando con su jarra de vidrio grueso y barato, sobre la mesa de plástico de la pizzería de barrio, allí en Lanús-.
Se congregan en aquella esquina, donde cada tanto, quizás con la frecuencia de un mes y medio entre una reunión y otra. Alternan los encuentros con la concurrencia a algún desvencijado estadio de fútbol de la divisional “C”, en la que milita el club de los amores del Flaco, que congrega a esos tres ex – soldados y los ve dar cuenta de varios litros de cerveza rubia, Bieckert, en lo posible -por lo áspera y por lo barata, dice el flaco y en ello cifra su anodina preferencia-.
- Además, éste es un país –continúa Julián, con una leve pronunciación alcohólica- que no se si te ofende como vos decís, pero sí que funciona tapando su destino, borrando la historia de su gente, como anestesiándose a sí mismo. Será porque las cosas que hace la gente en este país nunca están bien hechas, o porque se hacen como se hizo la guerra, improvisadas, como tirándose un lance, a ver qué sale.
Las palabras de ese hombre joven están dichas como si él mismo se pusiera, en cierta medida, por fuera de aquellos acerca de quienes habla, como esbozando un diagnóstico elemental, sin recursos sociológicos, pero desde una distancia tal como la que pondría ante el objeto de estudio un sujeto investigador, que se visualiza a sí mismo por fuera de esa realidad que ausculta, tenuemente beodo.
- Y la mayoría de las veces sale una cagada –dice Gustavo, recostado en su silla de plástico, con el chopp de cerveza entre las dos manos, a medio vaciar. Yo también soy partidario de olvidarse, flaco.
- Si, ya los veo a los dos, dos conformistas –dice el Flaco sin ocultar que el alcohol lo ha herido, quizás tanto como a sus compañeros, pero sin hacerlo disimular el hecho, por el contrario, acentuándolo levemente-, la verdad es que ustedes son el resultado de una generación que está hecha para ser carne de cañón. Somos, pero yo es como que no me resigno, viejo. A mí me van a tener que mirar a los ojos y me van a tener que decir que se cagan en mí y en lo que hice. Porque la verdad es que me tiene podrido no saber qué fuimos a hacer a las Islas. Sí sé lo que hicimos, sé cómo nos cagaron a bombazos y a tiros, como nos humillaron y nos mataron. Sé los cargadores de FAL que vacié tirándoles a los ingleses. Sé bien cómo lo mataron a Alfredo, lo vi con mis propios ojos. Los vi muertos a Guillo, al colorado, al subteniente Naldi, que tiraba a pecho descubierto contra los ingleses, instándolos a seguir atacando, con los huevos que no habían visto en otro oficial, hasta que se escuchó sordo el proyectil que lo partió al medio y lo sepultó en su pozo de zorro su cuerpo abierto de pies y brazos. Pero no sé, y quiero que me lo digan en la cara, qué fuimos a hacer.
- Ya está, ya fue, Flaco –dice Gustavo- nunca nadie te va a dar una respuesta de ésas.
- No sé –dice el Flaco-, mirá que esa vez que fuimos a La Plata, ahí en la cancha de Gimnasia, ahí es como que nos sentimos todos unidos, reclamándoles a los milicos. Y qué hermosa sensación aquella vez, quizás por noviembre del `82, en que iba a ser uno de los primeros actos de reconocimiento, rompiendo el manto de secreto a que esos mismos milicos nos habían obligado. Una entrega de medallas, para todos los ex colimbas, que empezaban a llamarse a sí mismos ex-combatientes. Por primera vez nos veíamos las caras, incluso reconociéndonos con los que eran de otras unidades, el habernos visto en la concentración después de la rendición, en el aeropuerto. Estuvo buenísimo, fue como sentirme vivo de nuevo, cantándoles toda la tribuna, todos a un mismo salto, como si fuéramos una hinchada caliente, la hinchada del “gasolero” -como le dicen sus hinchas al club de su amores, el de la celesta camiseta, toda vez que, al igual que un motor diesel, comienza frío los partidos, y va tomando temperatura con los minutos, que es cuando encuentra su mejor performance-, que le canta la barra enemiga. ¿Te acordás? Se va a acabar, se va a acabar, la dictadura militar. Y los milicos nos habían convocado para darnos una medalla de reconocimiento, juntando otra vez a los corderitos para mostrarles que les importaba un rábano, pero que, de magnánimos, nos entregaban un presente por el viaje y estadía en el país de nunca jamás, total, siguen siendo unos “pendejos” y los podemos llevar y traer de las narices. Pero se les volvió en contra a los pelotudos. Se les retobaron unos cuantos corderitos. Y el general ése, ¡qué boludo! Quería que se lo tragara la tierra. Y el sentimiento fue de alegría colectiva, de contención por compartir el momento de comunión insubordinada, justo delante de los milicos que nos habían organizado el acto para la entrega de medallas.
El Flaco se compenetra en su recuerdo entrelazado al relato que va fluyendo desde su voz, que reconstruye la espontánea gesta. Como si los cánticos surgieran de una voluntad colectiva, que los prendaba a todos de un ánimo de efervescencia en el cual el enemigo está claro, y está enfrente, allí abajo, de uniforme, tan claro como que eso que los une es como una hermandad que los hace potentes, que los fortalece y los dignifica, arrastrándolos lejos de la derrota que tienen metida en las venas, como si fuera lepra, carcomiéndolos. Y justo se viene a insubordinar la tropa, a la que antes habían encorsetado en la abstención de toda palabra sobre la guerra, en una ola de pulcra desmalvinización, compartida por los militares y por el status quo de políticos gobernantes.
Y después, yo creo –continuó el Flaco- que alguien empezó a organizarse, pero nosotros nos abrimos. ¿Y qué hacemos? A lo sumo nos juntamos a tomar cerveza, o me acompañan los dos a vera al “cele”. Pero de ahí a decir que ya está todo jugado, no me parece.
- Lo que yo veo –interviene cansinamente Julián- y lo siento desde que tengo uso de razón, es que aquí nosotros fuimos una vez más una suerte de experimento. Acá cualquiera que tiene poder, y luchan todos salvajemente por tenerlo, se cree habilitado para ensayar su propia receta de desastres con la gente. Cada uno ensaya su experimento privado, su demencia hecha plan de rescate del país. Pero, como vivimos en el reino de la impunidad, a cada uno de esos afiebrados dementes que toma el cetro y reina, con su séquito claro, no les queda ninguna responsabilidad por lo que hicieron. Entonces, nuevamente viene el siguiente candidato a emperador, con su staff de ávidos mandantes, y está habilitado nuevamente a poner en marcha la comprobación de que también será inmune a toda pena por el desastre cometido.
El flaco Testa permanece pensativo, como si las palabras de Julián hubieran discurrido como una brisa que se lleva la tirantez del ambiente. Gustavo se despereza con los brazos rodeando su cabeza, distendido y casi ausente. El propio Julián siente que ha descargado esa perorata en un confuso intento de establecer su propio diagnóstico para tanta resignación y tanta desidia como la que aprecia en sus congéneres.
- Bueno, además está el hecho de que vos estás de novio a pleno, Julián –Interrumpe el sopor de la pausa la desvaída voz del flaco.
- Vos también estás de novio, ¿eso qué tiene que ver?
- Lo mío es circunstancial –dice el flaco ahora mirándolo a Julián con sus cejas arqueadas, el pelo engominado, la camisa veraniega de tela fina y a finas rayas celestes sobre blanco mirándolo sereno, con la expresión del ebrio bonachón que se apresta a expresar una confesión-. Esa mina vale oro, ¿eh, Julián? A mí las mujeres no me duran nada. Cuando consigo enroscarme con alguna, nunca pasamos de los seis meses saliendo. Capaz que mejor. Mejor para ella –dice el flaco, adivinándose en su chanza el irónico contenido.