martes, 19 de enero de 2010

El capítulo V y, una novedad. Los restantes estarán a disposición de los seguidores que los soliciten.

CAPÍTULO V

Se repite el descubrirse allí sentado, embelesado, como flotando en un fluir de cavilaciones Cree que es un mecanismos de defensa que ha desarrollado y que experimenta con cierto extasiado placer, desde hace un tiempo. Establece ensimismados recorridos mentales que lo alejan momentáneamente de las circunstancias presentes y lo depositan en un limbo meditativo, donde se desenmarañan muchos obstáculos que lo aprisionan rutinariamente. Lo acomete una sensación de evadirse, placentera, agradable, y lo traslada hacia escondrijos donde seilumina franjas sombrías de lo que es.
Un fugitivo vuelo desde la esquina de abulia alcohólica en el bar de Lanús, hacia la ya recalcitrante reunión en lo de Girotti, el jefe de su mujer. Se detiene en ella. El ensueño quimérico se pone en viaje, reposado, fugaz. Piensa en llevársela ya mismo, a su departamento, sentada sobre sus rodillas, en el colectivo, en un asiento de a uno, su torso elegante sostenido por detrás, la espalda erguida, el pecho opulento flotando sobre el suyo, el pelo recogido y los aros de argollas gigantes coronando su intensa belleza, aplicándole húmedos besos sobre la comisuras de los labios, a él, que finge desentenderse mientras la deja hacer, llevándolo a extremos de excitación, que culminarán explosivos, derramándose dentro de ella, sobre su cama, con las persianas bajas, con el silencio del hogar sorprendido por la intempestiva entrada de los furibundos amantes. En vez de eso, una terca inercia lo detiene y lo relega a volverse silencioso testigo de las discusiones, mientras su impulso por escapar de allí hacia una lujuriosa tarde de amor se desvanece. Es como el estigma de su existencia, el dejarse habitar por esa inercia que lo controla, que lo conduce hacia la consumación de la rutinaria abulia, de la que emerge Sandra como extraño páramo de ardor, de plenitud y de energía. Y eso es justamente lo que lo asusta de la relación, el no tenerse confianza, a no poder sostener el interés que ella siente en él, un interés que sigue presentándosele primoroso, que no desfallece, que lo confunde.
Un muro de mutismo se convoca en su cabeza, allí sentado en casa de Girotti, abstrayéndose de la animada plática. Un alambrado de congoja por los amigos, por Alfredo, por los pibes de la patrulla que iban hasta el Wall, por entre las escarpadas hileras de rocas. Lo que parecía una suave ondulación, bajando del cerro, hacia el norte, era un atolladero de estribaciones a las que había que rodear trabajosamente, doblándose los tobillos, trastabillando con el fusil a cuestas, para luego hundirse en la esponjosa alfombra de turba, empapada y floja, cubierta de pastizales. Si con Alfredo les tocó varias veces ir de patrullas, tres o cuatro veces, comenzado mayo, hasta las cercanía del mar, en Fresinet. Y ahora, todos esos pibes estaban muertos, Ayala, Ribonetto, el colorado Roeninger y Alfredo Insúa. Y él junto al resto, atrapados en una red de silencios, obligada, autoinducida. No vayan a hablar de lo que pasó, puede haber graves consecuencias para el que rompa el silencio, incluso para la familia, les dijeron en la cuadra de la compañía, en el regimiento, antes de devolverles la libreta y volverlos a la silenciosa libertad, muda a los recuerdos que se abroquelan palpitantes por salir.
Y ahora con esa dulce chica, las charlas simples, apacibles las charlas y su tono, la mirada plena y que da confianza, que lo deja ir largándose, abriéndose, de a poco. Hasta llegó a contarle algunas cosas, cosas que sólo a veces tiene reservadas para hablarlas con Gustavo y el flaco, cuando van a pescar al río Salado. En la orilla del río, las playas barrosas, las botas llenas de fango hasta donde comienzan los pantalones. La alharaca de ir sacando los pejerreyes que se van cebando a medida que salen, atiborrados por sus propias escamas, y su propia carne al ser desprendidos de los anzuelos, los mismos que les quitan la vida, y que los alborotan y los enervan en seguir el pique, y que a los pescadores entusiasma, perdiéndolos sin meditaciones en la febril actividad, que de última sólo había sido pensada para distraerse, para alejar los recuerdos que vuelven, insistentes. Y el flaco Testa es un maestro de la pesca, se sabe todos los trucos: que la distancia de las boyas hasta los anzuelos, que los ángulos de las agujas de esas pequeñas garras que se roban a los plateados peces del agua de acuerdo a la profundidad a la que flota la boya, que el color amarillo o el rojo de acuerdo a la hora del día. Si hasta el peso de la caña influye, y el flaco lo cuida y lo calcula por sus compañeros de osadía, sugiriendo ésta o aquella caña, con cariñoso celo, de acuerdo a la contextura de Gustavo o de Julián, en el barro, en las orillas fangosas, todos pertrechados convenientemente. El flaco le da a Julián la sensación de que la pesca es una verdadera ciencia, una ciencia práctica, de aquellas que provienen de la larga experimentación y la sabiduría de todas las generaciones de humanos acumuladas, el pertrecho de la tecnología de supervivencia de la especie, personificada en una persona que acumula en sí las destrezas de una raza. Al menos, acumulada en la prosapia de la familia Testa, se dice Julián. Y el flaco que tan experto y sabio en las lides de la pesca, no puede con su alma, pobre. Y fuma como un escuerzo, tres paquetes de negros, Imparciales. Que ya fumaba en la colimba, y cuando se iban de franco lo tenían que aguantar en la estación del tren para que fuera al quiosco, donde se compraba de a dos atados. Y en las Islas, durante la espera, parecía que succionaba oxigeno de la esperanza a través de los cigarrillos, siempre ansioso de las noticias que traía el gordo Oviedo, o de los informes que ninguno de ellos creía del jefe de sección, cuando venía de la carpa del capitán, que a la vez traía las últimas novedades que le pasaba el “teco” Benitez, el Jefe del regimiento, -un regimiento de infantería mecanizado, ahora apoltronado en las rocosas laderas de un monte cubierto casi siempre de helada niebla y pertinaz llovizna- por radio, después de hablar con el general en Puerto Argentino.
Pescando pasaban horas memorables, de nuevo, de las pocas que conseguían ser horas plenas, un tiempo como signado por la pesadumbre, que flotaba como un denso nimbo sobre los tres, que sintiéndose amigos, sabiéndose portadores de un juramento común, como perpetuadores de una estirpe entre la que se mantenían como jalones refulgentes, los caídos, los que ya no estaban, y así rehuían de las vivencias que los hermanaban, fundidos por el lacerante lazo de silencio, que casi ni entre ellos rompían. Sólo a veces, mientras alguno -reconcentrado en la boya para detectar el más minúsculo movimiento, ensimismado y con un recuerdo a flor de labios- lo murmuraba para el resto, como una plegaria expiada al olvido, destinada a no ser oída, relegada a perderse en la sombra del pasado. Y sólo si, tal vez el flaco o Gustavo o él escuchaban, como de casualidad, y si tenían ganas de tomar el hilo del sentir, lo seguían y el recuerdo se desplegaba, fluido, como si las cosas pasadas volvieran impenitentes del horizonte de la muerte y de los muertos. Entonces sí, allí todos recordaban y lo compartían. ¿Te acordás? Quizás alguna risotada, qué loco el cabo Cifuente, que recorría los puestos con el sable bayoneta calado, con la culata del fusil apoyada en la cadera, casi agazapado, observándolos en su puesto, generalmente recolectando una mirada de desganado desprecio por lo fútil del gesto, como si de un inútil pavonearse se tratara, ¡que no estamos para esas huevadas! se decían, para ellos mismos, recelando en secreto que el muy torpe no fuera, alguna vez –como luego se enteraron, indignados ya había pasado- a írsele un cohetazo contra alguno de ellos. Porque seguro que, en la noche, un ganso de estos le dispara a la primera sombra, sin detenerse en si es de los nuestros o es inglés. Y el flaco Testa, cambiando las carnadas de lombrices, con su gorro de campaña, que le habían visto iguales a los soldados sudafricanos que aparecían invadiendo no sé que país fronterizo allá en África, ¡allá también siempre con quilombos! Con su nariz redondeada, los ojos buenazos, flaco y desgarbado aún, como cuando habían terminado la instrucción ese primer verano. Y como lo recordaban también doblado de frío, bajo la llovizna helada entre las rocas, con la mirada perdida al este, casi todas las tardes de mayo, tiritando, como imaginando a esa flota que se adivinaba allá lejos, asesina. El flaco con la carnada en la mano, contestando el contrapunto de alguna perdida anécdota. Y no mucho más era lo que recordaba de las contadas ocasiones en que se había roto el muro de silencio. Los milicos les habían impuesto la campana “del jefe y Maxwell Smart en CONTROL”, bromeaban, para que no hablaran de nada de todo aquello. ¡Qué gracioso!, pero ellos acataban y callaban. Sin embargo, era sólo en la ceremonia de la pesca en la que se propiciaba entre ellos la remembranza, abriéndose paso por sobre el tabique de mutismo.