miércoles, 2 de diciembre de 2009

CAPÍTULO II

CAPÍTULO II

Oviedo estaba instalado en la parrilla hacía 5 años. La había adquirió cuando dejó el ejército, ya harto de la rutina militar, a la que, sin embargo, le pareció estar acostumbrado desde antes de nacer, y quizás predestinado a sobrellevar de por vida. Hijo de un hachador del “Impenetrable”, el quinto de los once que llegaron a ser sus hermanos, perdidos en el monte chaqueño. Francisco Asdrúbal se trasladó a Resistencia, la capital de la provincia, de la mano de una tía que fue a buscarlo al rancho familiar. De su mano, a los 6 años comenzó la escuela y tuvo una educación de sobrino supernumerario en el poblado. La vida en la ciudad norteña le permitió al aún delgado peón en las cosechas de algodón avizorar el proyecto de “engancharse”, una vez realizado el servicio militar, en la carrera de suboficiales. Del 28 de Infantería de Monte al de Arana. Allí se conocerán con Julián y el resto de los muchachos que Oviedo está encargado de alimentar, pero recién toman nota el uno del otro en las Islas, donde el orondo sargento 1º lleva y trae las últimas novedades de la campaña, al tiempo que su muchas veces frío guiso tropero llena las alicaídas tripas de los infantes.
Las cavilaciones de Julián lo depositan en un suceso de aquel pasado, ya casi vetusto en su remembranza. Se oía el tableteo de la metralla y el seco estampido de los obuses de 105 milímetros, ¿de uno y de otro lado?, muy a lo lejos, como una letanía que dejaba oírse entre los silbidos persistentes del viento. Incluso las pasadas de los Harrier sobre ellos se hacían cada vez más frecuentes y agresivas, incluyendo barrerlos con metralla, un aditamento nuevo desde hacía unos días en la actitud de los aviadores ingleses, que hasta allí sólo habían efectuado pasadas de reconocimiento. Oviedo vino con la novedad de que se combatía en Darwin, cerca de San Carlos: la incógnita que tanto los había preocupado está develada. Los ingleses ya han desembarcado hace pocas horas –dijo el sargento primero cocinero, sus facciones y su osamenta flácidas por la grasa, al pie de la cocina de rancho a la que casi tres veces por semana había que cambiarle la garrafa, yendo al pueblo a buscar una- y me enteré de que les hundimos varios barcos. A Oviedo le contaba con profusión de detalles la seguidilla de hechos bélicos un capitán de arsenales, emplazado en Puerto Argentino. Los suministros alimentarios que el sargento cocinero debía ir a buscar le permitían granjearse los pormenores de los partes de guerra que llegaban por radio al comando, y que se filtraban en un profuso fluir de confidencias; pero también la política continental e isleña eran parte de ese murmullo informativo. Fue aquella vez, al pie del carro de cocina, cuando Julián, Gustavo, Alfredo, Gerardo Testa, Guillo, Monserrat y Luján, que habían bajado a la base del cerro en buscar su vianda caliente del día, escucharon por primera vez acerca de los combates cercanos a San Carlos, donde se produjo el desembarco enemigo. ¡Con razón el día anterior hubo tan tremendo movimiento! Dos Douglas A4 habían pasado por el callejón entre los cerros, casi tocando las piedras, como yendo hacia Puerto Argentino, hacia el Este, dejándolos helados por la impresión. No adivinaban que habían descargado sus bombas sobre algunas fragatas y destructores, aunque también en algún portacontenedor inglés, y justo el día del desembarco. Las máquinas estaban volviendo, dejando en el camino un par de compañeros, después de su raid destructivo. Bueno, de todas formas, teniendo al gordo éste que nos cuenta nos vamos enterando de lo que pasa y que los “milicos” no nos quieren contar, les dirá Alfredo a los del grupo que comparte la ocasión del racho –el que cada vez va consolidándose mas como grupo de apoyo en las tristes horas de la incierta espera.
- ¿Quiénes están allí de los nuestros, mi sargento primero? –preguntó Julián.
- Calculo que debe ser el 25 de Infantería, alguna compañía. Me dijeron mis fuentes –se jactaba el gordo- que tenemos una escuadrilla de Pucarás también. Esta mañana me informaron que les dimos con todo a la flota, que quedaron encajonados, servidos en bandeja para nuestros aviones.
- Entonces, quizás los paran para que no lleguen hasta acá – dijo el flaco Testa con la vista abstraída, perdida entre las nubes que se fundían con los montes cubiertos de bruma fría y húmeda, hacia la lengua de agua donde el mar recibe al Murrel- y capaz que todo se termina antes…
En la cavilación del chico de 19 años que había sido reconvocado a las filas de su regimiento, que había desembarcado el 14 de abril en Malvinas, se hacía evidente el pesar de aquella situación que, allí comprendía, estaba mucho más allá de cualquiera de sus peores expectativas. El flaco ya se había adaptado a la vida de oficinista que tenía en su flamante trabajo, conseguido en la secretaría de hacienda del Ministerio de Economía de la provincia. Sus dos primeros sueldos lo habilitaban para pensar en comprarse el auto. Nunca imaginaría que la obligación de volver a las filas del ejército traería aparejada –como una broma macabra- el tener que participar en una guerra que, evidentemente, ya estaba desatada. Sin embargo, Gerardo Testa, el “flaco”, aún seguía ensayando experimentos mentales que los alejaban, a todos ellos, de esa ominosa realidad que le transmitían sus sentidos. Ejercicios contrafácticos que le permitía aventurar aún en su imaginación, que todo aquello no dejaba de tratarse sólo de una mala interpretación.
- Jajaja… -sonó la risotada de Oviedo, que se hizo escuchar estentórea-. Andá practicando el aimsurrendo que el “inglés” Buchanan de la compañía “A” les enseñó a mis ayudantes de cocina -dijo bajando el pie que tenía apoyado en la estructura del carro de rancho a la vez que servía las marmitas de los famélicos que lo escuchaban sorprendidos. Para cuando lleguen los ingleses y los recibas con semejante cagazo -terminó burdamente con su sorna.
- Al final se viene lo que tanto hemos esperado –dijo seriamente Alfredo mirando a los ojos a Julián, ignorando al gordo Oviedo que los auscultaba atento con la mirada mientras servía, como si de un convidado de piedra se tratara, ante la cofradía de conscriptos, todos soldados “viejos”, apostados en la ladera norte del Longdon.

Julián deja nuevamente que su mirada se pose en la figura de Oviedo, ahora acodado en el mostrador de su negocio, junto a la caja registradora, revisando concentradamente una boleta. Aflora en él cierta reticencia por seguir propiciando el vínculo con ese hombre al que ahora percibe confianzudo y afable, que está allí parado como una muy concreta figura de su presente, la que a la vez lo transporta a un pasado plagado de fantasmas. Le ha dejado claro a Sandra que esta noche ya no volverá a casa, al menos por unos días. No entiendo por qué insistís en mantener la distancia, es mucho mejor intentar charlarlo, encontrar una forma, le ha dicho ella, compungida, los bellos ojos húmedos. Julián ha preferido contener las palabras que intentaran develar los motivos que lo llevan a preferir quedarse sólo por unos días –con todos los riesgos que ello implica; luego puede ser ella la que decida sobre la continuidad de un vínculo que él no quiere perder de ninguna manera. Pero necesita, lo sabe, tomar distancia, quizás porque las razones que debería esgrimir no están tan claras en su cabeza. Sabe que su mujer lo quiere, y sabe con mayor certeza aún cuánto amor él le profesa, y cuan imprescindible le resulta esa persona que hace unos años habita su vida. Por eso el riesgo de forzar una separación que ella no quiere se le hace patente a Julián. Tengo temor de que te fastidies con mis tonterías, amor, es la frase que Julián se repite con cadencia de gota china cuando piensa en Sandra. La ha visto desencajada y frecuentemente sumida en la tristeza cuando se desatan las insistentes discusiones en las que se enfrascan últimamente. Tal vez el gordo Oviedo forma ahora parte de eso que, quizás de manera caprichosa, se fuerza por volver del pasado, en confrontación con el presente que encarna Sandra, y en el que se le hace tan difícil residir.
-¿Vos te acordás de ese turro de la Marina? Ustedes decían que no los dejó volver por esa cañada, hacia Puerto Argentino –la voz de Oviedo le llega a Julián, ahora abstraído en sus cavilaciones, haciéndolo volver sobresaltado a la figura del gordo, que se ha parado de manera subrepticia junto a su mesa- el del BIM 5…cuando murió Alfredo…¿cuál era el apellido? Insúa ¿no?...Alfredo Insúa.
- ¡¿Cómo?! –Julián contesta con crispación, la figura que se presenta a su memoria le provoca espanto, aquel personaje, surgiendo detrás de las rocas, apuntándolos rodilla en tierra con su fusil, un pelotón de sus hombres detrás, forzándo a su grupo a retroceder en la retirada que venían haciendo de manera penosa desde sus posiciones, aprovechando la que suponían breve interrupción del ataque de los ingleses, prefigurando su avanzada definitiva. Y Alfredo –en el que confiaban ciegamente- no había develado sus convincentes razones para emprender a toda marcha la retirada.
- Ése es el que viene seguido también acá. Perazzo se llama –dice el gordo Oviedo- y tiene un a empresa de seguridad en la zona. Viene casi todos los días a comer.
- ¡No me digas…! –dice Julián incrédulo y asombrado, mirando a Oviedo que limpia su cuchilla frente a la mesa del antiguo soldado, restregándola en su manchado delantal, que alguna vez fue blanco- ¿Y apareció así nomás? ¿Y cómo lo reconociste?
- Está casi igual el muy turro, sólo que está canoso. No te olvides que lo estuvimos marcando todo el tiempo cuando estuvimos en el aeropuerto.
A Oviedo se le olvidará, casualmente, mencionarle algún otro motivo debido al cual el Perazzo, ex hombre de la marina de guerra, frecuenta su local. Nebulosas de la de la memoria, o de la condición humana.

A Julián aquellas palabras le remiten a un momento de singular amargura. Pero sobre todo le producen la extrañeza de aquel que no puede comprender que alguien, que en aquel momento le resultaba tan ajeno como el sargento Oviedo, el sargento primero cocinero Oviedo, encargado de la cocina del regimiento en aquellos momentos, hubiera estado compenetrado en la misma actividad penosa y furibunda que los llevaba a Julián y a sus compañeros a acechar con la mirada, llena de rencor y resentimiento, a aquel oficial de la Infantería de Marina argentina, el que había provocado con su actitud incomprensible y arbitraria, la muerte de aquel amigo. Sin embargo, en las palabras de Oviedo se reflejaba para Julián un misterioso compromiso con aquella visión del mundo que todo lo teñía de resentimiento hacia aquella persona. Una profusa concatenación de dolidas miradas buscaba, por aquel tiempo, lavar la culpa de aquel marino.
- ¿Sabés por qué te menciono lo de este tipo? Porque yo creo que ahora, en un rato, debe estar por llegar. Quería decírtelo, no vaya a ser que te tome por sorpresa –afirma el ex sargento, esbozando una sonrisa cómplice, que de inmediato se troca en mueca contrariada.

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